La historia que cuenta Don Bosco en las Memorias del Oratorio del sueño que tuvo a los nueve años constituye uno de los textos más relevantes de la tradición salesiana. Su narración ha acompañado de manera vital la transmisión del carisma, convirtiéndose en uno de sus símbolos más eficaces y en una de sus síntesis más elocuentes. Por eso, el texto llega al lector que se reconoce en esa tradición espiritual con las características de una página «sagrada», que reivindica una autoridad carismática poco común y ejerce una consistente energía performativa, tocando los afectos, moviendo a la acción y generando identidad. En ella, en efecto, los elementos constitutivos de la vocación salesiana están al mismo tiempo fijados de modo autorizado, como un testamento que hay que entregar a las generaciones futuras, y reconducidos, a través de la experiencia misteriosa del sueño, a su origen trascendente. Como en las grandes páginas bíblicas, el movimiento adelante hacia el cumplimiento y la llamada al Origen se entrelazan en la narración de manera inseparable.
De hecho, en la recepción de los herederos, el relato ha ejercido una rica historia de efectos, generando una verdadera communitas de lectores, que se han identificado con su mensaje. Son innumerables los hombres y las mujeres, consagrados y laicos, que han encontrado en él inspiración para el discernimiento de su vocación personal y para la realización de su servicio educativo y pastoral. La amplitud de esta historia de efectos instruye desde el principio a quien se dispone a analizar el texto sobre la delicadeza de la operación hermenéutica a la que se aplica. Estudiar este sueño significa no solo investigar un hecho ocurrido hace doscientos años en la vida de un muchacho, sino intervenir críticamente sobre un vector espiritual, sobre un símbolo identificativo, sobre una historia que para el mundo salesiano tiene el peso de un «mito fundacional». Un relato no puede adquirir tal fuerza generativa sin que haya una razón profunda que lo justifique y el estudioso solo puede interrogarse para captar su naturaleza.
La historia de los efectos del sueño, por otra parte, se refiere, incluso antes que a los herederos espirituales, a la experiencia del fundador. Don Bosco cuenta que, desde la noche en que ocurrió, el sueño quedó «profundamente grabado en mi mente para toda la vida»,42 sobre todo porque «se me había repetido otras veces de manera mucho más clara»,43 sugiriéndole la orientación de su existencia y guiándolo en el cumplimiento de su misión. Además, en las Memorias del Oratorio, recuerda el estado de ánimo que se apoderó de él cuando, hecho sacerdote y regresando al pueblo en la solemnidad del Corpus Domini para celebrar una de sus primeras misas, había llegado al pueblo donde nació:
Cuando estaba cerca de casa y miré el lugar del sueño que tuve a la edad de nueve años, no pude contener las lágrimas y decir: «¡Cuán maravillosos son los designios de la divina Providencia! Verdaderamente, Dios sacó de su tierra a un pobre niño para colocarlo entre los primeros de su pueblo».44
Luego, cuando en 1858 fue a Roma para ocuparse de la fundación de la Congregación y Pío IX le «hizo narrarle con detalle todas las cosas que tuvieran algo de sobrenatural, aunque solo fuera la apariencia», Don Bosco presentó el sueño al Papa, recibiendo la orden de «que lo escribiera al pie de la letra, pormenorizadamente, y lo dejara para animar a los hijos de la Congregación».45
Una ulterior confirmación del hecho de que aquella experiencia nocturna ha permanecido durante toda la vida de Don Bosco en un punto de referencia esencial, se encuentra en un episodio bien documentado de la vejez del santo.46 Don Bosco estaba en Roma para la solemne consagración de la iglesia del Sacro Cuore, cuya construcción se había hecho cargo a petición de León XIII. La mañana del 16 de mayo de 1887 fue a celebrar al altar de María Auxiliadora, pero durante la celebración se vio obligado a detenerse varias veces, embargado por una intensa emoción que le impedía incluso hablar. Volviendo a la sacristía y recobrando la calma de siempre, don Viglietti, que lo había asistido durante la misa, interrogó al anciano sacerdote sobre el motivo de aquellas lágrimas y este respondió: «Tenía […] ante mis ojos muy viva la escena de cuando con diez años soñé con la Congregación, y vi y escuché muy bien a mis hermanos y a mi madre hablando y cuestionando el sueño que tuve».47 Don Bosco, ahora al final de su vida, captaba finalmente en todo su significado el mensaje que le había sido comunicado en el sueño como una palabra abierta: «A su tiempo lo comprenderás todo». Al relatar el episodio, Lemoyne anota: «Pasaron ya desde aquel día sesenta y dos años de trabajos, sacrificios y luchas, cuando una especie de relámpago repentino le había revelado en la erección de la iglesia del Sagrado Corazón en Roma, la conclusión de la misión que misteriosamente se le había trazado en los albores de su vida».48
De cualquier manera, se deben entender los contornos de aquella experiencia onírica infantil y precisar los detalles de su narración. Así pues, se puede compartir plenamente lo que Stella afirma a propósito de lo que supuso en la conciencia de Don Bosco:
«Este de los nueve años no fue para Don Bosco un sueño como muchos otros que seguramente habrá tenido en su infancia. Aparte de los problemas relacionados con él, es decir, a su evocación, a los textos que nos lo transmiten; aparte de la cuestión ya insoluble sobre la época en que realmente sucedió y las de las circunstancias que posiblemente lo provocaron y proporcionaron de inmediato las sugerencias fantásticas; aparte de todo esto, es claro que Don Bosco quedó fuertemente impresionado por él; se transparenta, también, que tuvo que sentirlo como una comunicación divina, como algo —dice él mismo— que tenía la apariencia (los signos y las garantías) de lo sobrenatural. Para él fue como un nuevo carácter divino impreso indeleblemente en su vida».49
En definitiva, el «Sueño de los nueve años» «condicionó toda la forma de vivir y de pensar de Don Bosco. Y en particular, la manera de sentir la presencia de Dios en la vida de cada uno y en la historia del mundo».50
Un comentario a los temas teológico-espirituales presentes en el «Sueño de los nueve años» podría tener desarrollos tan amplios como para incluir un tratamiento, a todos los niveles, de la «salesianidad». Leído, en efecto, a partir de su historia de los efectos, el sueño abre innumerables caminos de profundización en los rasgos pedagógicos y apostólicos que caracterizaron la vida de san Juan Bosco y la experiencia carismática que de él se originó. Sin embargo, la naturaleza de nuestra investigación y su ubicación dentro de un proyecto de investigación más amplio nos obligan a limitarnos a unos pocos elementos, centrando la atención en los temas principales y sugiriendo las líneas a lo largo de las cuales podemos profundizar nuestra comprensión. Por tanto, elegimos centrar nuestra atención en cinco pistas de reflexión espiritual que se refieren respectivamente a (1) la misión oratoriana, (2) la llamada a lo imposible, (3) el misterio del Nombre, (4) la mediación materna y, finalmente, (5) la fuerza de la mansedumbre.
El «Sueño de los nueve años» está lleno de chicos. Están presentes desde la primera hasta la última escena y son los beneficiarios de todo lo que sucede. Su presencia se caracteriza por la alegría y el juego, que son típicos de su edad, pero también por el desorden y por comportamientos negativos. Los niños no son, pues, en el «Sueño de los nueve años», la imagen romántica de una edad encantada, aún no tocada por los males del mundo, ni corresponden al mito postmoderno de la condición juvenil, como estación de la acción espontánea y de la perenne disponibilidad al cambio, que debería ser conservada en una eterna adolescencia. Los niños del sueño son extraordinariamente «reales», tanto cuando aparecen con su fisonomía como cuando se les representa simbólicamente en forma de animales. Juegan y discuten, se divierten riendo y se estropean blasfemando, al igual que ocurre en la realidad. No parecen ni inocentes, como los imagina una pedagogía espontánea, ni capaces de enseñarse a sí mismos, como los pensaba Rousseau. Desde el momento en que aparecen en un «patio muy espacioso» que presagia los grandes patios de los futuros oratorios salesianos, invocan la presencia y la acción de alguien. El gesto impulsivo del soñador, sin embargo, no es la intervención adecuada; es necesaria la presencia de un Otro.
Con la visión de los niños se entrelaza la aparición de la figura cristológica, como ahora podemos llamarla abiertamente. Aquel que en el Evangelio dice: «Dejad que los niños vengan a mí» (Mc 10,14), viene a indicar al soñador la actitud con que se debe acercar y acompañar a los niños. Aparece majestuoso, viril, fuerte, con facciones que resaltan claramente su carácter divino y trascendente; su modo de actuar está marcado por la seguridad y el poder y manifiesta pleno señorío sobre las cosas que suceden. El hombre venerando, sin embargo, no infunde miedo, sino que lleva la paz donde antes había confusión y alboroto, manifiesta benévola comprensión hacia Juan y lo orienta por un camino de mansedumbre y caridad.
La reciprocidad entre estas figuras —los niños por un lado y el Señor (a quien luego se agrega la Madre) por el otro— define los contornos del sueño. Las emociones que Giovanni siente en la experiencia onírica, las preguntas que formula, la tarea que está llamado a realizar y el futuro que se abre ante él están totalmente ligados a la dialéctica entre estos dos polos. Quizás el mensaje más importante que le transmite el sueño, el que probablemente entendió primero porque quedó impreso en su imaginación, incluso antes de comprenderlo de manera reflexiva, es que esas figuras se refieren mutuamente y que él, durante toda su vida, ya no podrá disociarlas. El encuentro entre la vulnerabilidad de los jóvenes y el poder del Señor, entre su necesidad de salvación y su ofrecimiento de gracia, entre su deseo de alegría y su don de la vida, debe convertirse ahora en el centro de sus pensamientos, el espacio de su identidad. La partitura de su vida estará toda escrita en la tonalidad que le consigna este tema generador: modularlo en todas sus potencialidades armónicas será su misión, en la que deberá volcar todas sus dotes de naturaleza y de gracia.
El dinamismo de la vida de Juan se proyecta, pues, en la visión onírica como un movimiento continuo, una especie de ir y venir espiritual, entre los muchachos y el Señor. Del grupo de niños en medio del cual se ha lanzado con ímpetu Juan, debe dejarse atraer al Señor que lo llama por su nombre, para después partir de Aquel que lo envía e ir a ponerse, con un estilo bien diferente, a la cabeza de los compañeros. Aunque de los muchachos recibe en sueño golpes tan fuertes, que todavía siente el mal al despertar, y del hombre venerando palabras que lo dejan fuera de lugar, su ir y venir no es un vaivén inconcluso, sino un camino que gradualmente lo transforma y hace llegar a los jóvenes una energía de vida y de amor.
Que todo esto tenga lugar en un patio es muy significativo y tiene un claro valor proléptico, ya que el patio oratoriano se convertirá en el lugar privilegiado y símbolo ejemplar de la misión de Don Bosco. Toda la escena se sitúa en este entorno, tanto amplio (un patio muy espacioso) como familiar (cerca de la casa). El hecho de que la visión vocacional no tenga como trasfondo un lugar sagrado o un espacio celeste, sino el ambiente en el que los chicos viven y juegan, indica claramente que la iniciativa divina asume su mundo como lugar de encuentro. La misión encomendada a Juan, aunque esté claramente dirigida en un sentido catequético y religioso («enseñarles la fealdad del pecado y el valor de la virtud»), tiene como hábitat propio el universo de la educación. La asociación de la figura cristológica con el espacio del patio y la dinámica del juego, que ciertamente un niño de nueve años no podría haber «construido», constituye una transgresión de la imaginería religiosa más habitual, cuya fuerza inspiradora es igual a la profundidad mística. De hecho, resume en sí misma toda la dinámica del misterio de la Encarnación, por el que el Hijo toma nuestra forma para poder ofrecernos la suya, y pone de relieve cómo no hay nada humano que deba ser sacrificado para hacer espacio a Dios.
El patio revela, pues, la cercanía de la gracia divina al «sentir» de los muchachos: para acogerla, no es necesario salir de la propia edad, descuidar sus necesidades, forzar sus ritmos. Cuando Don Bosco, ya adulto, escriba en El joven cristiano que uno de los engaños del demonio es hacer pensar a los jóvenes que la santidad es incompatible con su deseo de ser felices y con la exuberante frescura de su vitalidad, no hará más que restaurar, en forma madurada, la lección intuida en el sueño y que luego se convirtió en un elemento central de su enseñanza espiritual. El patio plasma al mismo tiempo la necesidad de entender la educación a partir de su núcleo más profundo, que se refiere a la actitud del corazón hacia Dios. Allí, enseña el sueño, no solo está el espacio de una apertura originaria a la gracia, sino también el abismo de una resistencia, en que se anida la fealdad del mal y la violencia del pecado. Por eso el horizonte educativo del sueño es francamente religioso, no solo filantrópico, y pone en escena la simbología de la conversión, no solo la del desarrollo de sí.
En el patio del sueño, lleno de niños y habitado por el Señor, se abre a Juan lo que será en el futuro la dinámica pedagógica y espiritual de los patios oratorianos.
2. La llamada a lo imposible
Mientras que para los chicos el sueño termina con la fiesta, para Juan termina con consternación e incluso con lágrimas. Este es un resultado que solo puede sorprender. Es un resultado que no deja de sorprender. Se suele pensar, de hecho, con alguna simplificación, que las visitas de Dios son portadoras exclusivamente de alegría y de consuelo. Es paradójico, pues, que para un apóstol de la alegría, para aquel que siendo estudiante fundará la «Sociedad de la Alegría» y que como sacerdote enseñará a sus muchachos que la santidad consiste en «estar muy alegres», la escena vocacional termine con el llanto.
Esto ciertamente puede indicar que la alegría de la que estamos hablando no es puro entretenimiento y simple despreocupación, sino una resonancia interior de la belleza de la gracia. Como tal, solo puede ser lograda a través de exigentes batallas espirituales, cuyo precio tendrá que pagar Don Bosco en gran medida en beneficio de sus muchachos. Revivirá así en sí mismo ese intercambio de papeles que tiene sus raíces en el misterio pascual de Jesús y que se prolonga en la condición de los apóstoles: «Nosotros, unos locos por Cristo, vosotros, sensatos en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros célebres, nosotros despreciados» (1 Cor 4,10), pero así también «contribuimos a vuestra alegría» (2 Cor 1,24).
La perturbación con que se cierra el sueño, sin embargo, recuerda, sobre todo, el vértigo que sienten los grandes personajes bíblicos ante la vocación divina que se manifiesta en sus vidas, guiándolas en una dirección del todo imprevisible y desconcertante. El evangelio de Lucas afirma que también María Santísima, ante las palabras del ángel, sintió una profunda turbación interior («se turbó grandemente ante estas palabras», Lc 1,29). Isaías se había sentido perdido ante la manifestación de la santidad de Dios en el templo (Is 6), Amós había comparado la fuerza de la Palabra divina que lo había apresado al rugido de un león (Am 3,8) y Pablo experimentará en el camino de Damasco la inversión existencial que se deriva del encuentro con el Resucitado. Mientras dan testimonio de la fascinación de un encuentro con Dios que seduce para siempre, en el momento de la llamada los hombres bíblicos parecen vacilar con más miedo ante algo que los supera, que lanzarse de cabeza a la aventura de la misión.
La turbación que experimenta Juan en el sueño parece ser una experiencia análoga. Surge del carácter paradójico de la misión que le ha sido asignada y que no duda en definir como «imposible» («¿Quién sois vos que me mandáis una cosa imposible?»). El adjetivo puede parecer «exagerado», como lo son a veces las reacciones de los niños, especialmente cuando expresan un sentimiento de insuficiencia frente a una tarea exigente. Pero este elemento de psicología infantil no es suficiente para iluminar el contenido del diálogo onírico y la profundidad de la experiencia espiritual que comunica. Sobre todo porque Juan tiene madera de verdadero líder y una excelente memoria, lo que le permitirá en los meses posteriores al sueño comenzar de inmediato a hacer un poco de oratorio, entreteniendo a sus amigos con juegos de saltimbanqui y repitiéndoles, con palabras o con signos, la predicación del párroco. Por eso, en las palabras con las que declara francamente que es «incapaz de hablar de religión» a sus compañeros, será bueno escuchar el eco lejano de la objeción de Jeremías a la vocación divina: «Mira que no sé hablar, que solo soy un niño» (Jer 1,6).
No es a nivel de las aptitudes naturales que aquí se juega la petición de lo imposible, sino a nivel de lo que puede volver a entrar en el horizonte de la realidad, de lo que se puede esperar a partir de la propia imagen del mundo, de lo que entra en el límite de la experiencia. Más allá de esta frontera, se abre precisamente la región de lo imposible, que, sin embargo, es, bíblicamente, el espacio de la acción de Dios: «imposible» es para Abrahán tener un hijo de una mujer estéril y anciana como Sara; «imposible» es que la Virgen conceba y dé al mundo al Hijo de Dios hecho hombre; «imposible» les parece a los discípulos la salvación, si es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de los cielos. Sin embargo, Abrahán oye la respuesta: «¿Hay acaso algo imposible para el Señor?» (Gén 18,14); el ángel le dice a María que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37); y Jesús responde a los discípulos incrédulos que «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,27).
El lugar supremo en el que surge la cuestión teológica de lo imposible es el momento decisivo de la historia de la salvación, es decir, el drama pascual, en el que la frontera de lo imposible de superar es el mismo abismo oscuro del mal y de la muerte. En efecto, ¿cómo es posible vencer a la muerte? ¿No es ella misma el emblema perentorio de la imposibilidad, el límite infranqueable de toda posibilidad humana, el poder que domina el mundo, designando su fracaso? ¿Y la muerte de Jesús no sella, quizá, este límite de manera irrevocable? «Con esta muerte, más que con ninguna otra, triunfa la muerte como fin de toda posibilidad, ya que con la muerte del Santo se trata de matar la posibilidad de todo y de todos».51 Y, sin embargo, fue precisamente en el seno de esa suprema imposibilidad donde Dios hizo nacer la novedad absoluta. Al resucitar al Hijo hecho hombre en el poder del Espíritu, trastornó radicalmente lo que llamamos el mundo de lo posible, rompiendo el límite en el que encerramos nuestra expectativa de realidad. Así como ni siquiera la impotencia de la cruz puede impedir el don del Hijo, lo imposible de la muerte es superado por lo inédito de la vida resucitada, que da origen a la creación definitiva y hace nuevas todas las cosas. A partir de ahora, y «de una vez por todas», ya no es la vida la que está sometida a la muerte, sino la muerte a la vida.
Es en este espacio generado por la resurrección donde lo imposible se hace realidad efectiva, es en él donde el hombre venerando del sueño, resplandeciente de luz pascual, pide a Juan que haga posible lo imposible. Y lo hace con una fórmula sorprendente:
Precisamente porque tales cosas te parecen imposibles, debes hacerlas posibles con la obediencia.
Suenan como las palabras que usan los padres para exhortar a los niños cuando se muestran reacios a hacer algo de lo que no se sienten capaces o no quieren hacer. «Obedece y verás que lo logras»; dice mamá o papá; se respeta perfectamente la psicología del mundo de los niños. Pero son también, y mucho más, las palabras con las que el Hijo revela el secreto de lo imposible, un secreto que está enteramente escondido en su obediencia. El hombre venerando que manda algo imposible sabe por su experiencia humana que la imposibilidad es el lugar donde el Padre obra con su Espíritu, con tal de que se le abra la puerta con la propia obediencia.
Juan queda evidentemente turbado y asombrado, pero es la actitud que experimenta el hombre ante el imposible pascual, es decir, frente al milagro de los milagros, del que cualquier otro acontecimiento salvífico es signo. Tras un agudo análisis de la fenomenología de lo imposible, J. L. Marion afirma: «En la mañana de Pascua, solo Cristo puede todavía decir Yo: de modo que, ante Él, todo Yo trascendental debe reconocerse como […] un mí interpelado, porque está desconcertado».52 La Pascua hace que lo más real de la historia sea algo que el Yo incrédulo considera a priori imposible. Lo imposible de Dios, para ser reconocido en su realidad, requiere un cambio de horizonte, que se llama fe.
No es pues extraño que en el sueño la dialéctica de lo posible-imposible se entrecruce con la otra dialéctica, la de la claridad y de la oscuridad. Sobre todo, caracteriza la imagen misma del Señor, cuyo rostro es tan luminoso que Juan no puede mirarlo. De hecho, una luz divina brilla sobre ese rostro que paradójicamente produce oscuridad. Luego están las palabras del hombre y de la mujer que, si bien explican claramente lo que Juan debe hacer, sin embargo lo dejan confundido y asustado. Finalmente, hay una ilustración simbólica, a través de la metamorfosis de los animales, que sin embargo conduce a un malentendido aún mayor. Juan no puede más que pedir ulteriores aclaraciones: «rogué al hombre que me hablase de forma que pudiera comprender, pues no sabía qué quería explicarme», pero la respuesta que obtiene de la mujer de majestuoso aspecto remite hacia adelante el momento de la comprensión: «A su tiempo lo comprenderás todo».
Esto significa ciertamente que solo a través de la ejecución de lo que ya es detectable en el sueño, es decir, a través de la obediencia posible, se abrirá de manera más amplia el espacio para aclarar su mensaje. En efecto, este no consiste simplemente en una idea que hay que explicar, sino en una palabra performativa, una locución eficaz, que precisamente realizando la propia potencia operativa manifiesta su sentido más profundo.
Esta dialéctica de luz y de oscuridad y la forma práctica de acceso a la verdad que le corresponde son los elementos que caracterizan la estructura teológica del acto de fe. Creer, en efecto, significa caminar en una nube luminosa, que indica al hombre el camino a seguir, pero al mismo tiempo lo priva de la posibilidad de dominarla con la mirada. Caminar en la fe es caminar como Abrahán que «se puso en camino sin saber adónde iba» (Heb 11,8); sin embargo, no en el sentido de que se lanzó a la aventura, moviéndose al azar, sino en el sentido de que partió en obediencia «hacia un lugar que debía recibir en herencia». No podía conocer de antemano la tierra que se le había prometido, porque su disponibilidad y entrega interior contribuían realmente a hacerla existir como tal, como tierra del encuentro y de la alianza con Dios, y no solo como un espacio geográfico a alcanzar de manera material. Las palabras de María a Juan —«a su tiempo todo lo comprenderás»— no son pues solo un benévolo estímulo materno, como el que las madres dan a sus hijos cuando no pueden explicar más, pero contienen realmente el máximo de luz que se puede ofrecer a quien debe caminar en la fe.
Llegados a este punto de reflexión, estamos en condiciones de interpretar mejor otro elemento importante de la experiencia onírica. Se trata de que en el centro de la doble tensión entre posible e imposible y entre conocido y desconocido, y también, materialmente, en el centro de la narración del sueño, está el tema del Nombre misterioso del hombre venerando. El denso diálogo de la sección III está, de hecho, entrelazado con preguntas que repiten el mismo tema: «¿Quién sois vos que me mandáis una cosa imposible?»; «¿Quién sois vos que me habláis de esta manera?»; y finalmente: «Mi madre me dice que, sin su permiso, no me junte con los que no conozco; por tanto, decidme vuestro nombre». El hombre venerando le dice a Juan que le pregunte el Nombre a su madre, pero en realidad esta última no se lo dirá. Hasta el final permanece envuelto en misterio.
Ya hemos mencionado, en la parte dedicada a reconstruir el trasfondo bíblico del sueño, que el tema del Nombre está íntimamente relacionado con el episodio de la llamada de Moisés en la zarza ardiente (Éx 3). Esta página constituye uno de los textos centrales de la revelación del Antiguo Testamento y sienta las bases de todo el pensamiento religioso en Israel. André LaCoque ha propuesto definirla como «revelación de las revelaciones», porque constituye el principio de unidad de la estructura narrativa y prescriptiva que califica el relato del Éxodo, célula-madre de toda la Escritura.53 Es importante señalar cómo el texto bíblico articula en estricta unidad la condición de esclavitud del pueblo en Egipto, la vocación de Moisés y la revelación teofánica. La revelación del Nombre de Dios a Moisés no se produce como la transmisión de una información a conocer o de un dato a adquirir, sino como la manifestación de una presencia personal, que pretende suscitar una relación estable y generar un proceso de liberación. En este sentido, la revelación del Nombre divino está orientada hacia la alianza y la misión.54 «El Nombre es a la vez teofánico y performativo, pues los que lo reciben no son simplemente introducidos en el secreto divino, sino que son los destinatarios de un acto de salvación».55
En efecto, el Nombre, a diferencia del concepto, no designa simplemente una esencia a pensar, sino una alteridad a la que referirse, una presencia a la que invocar, un sujeto que se propone como verdadero interlocutor de la existencia. Aunque implica el anuncio de una incomparable riqueza ontológica, la misma del Ser que nunca puede ser adecuadamente definido, el hecho de que Dios se revele como un «Yo» indica que solo a través de la relación personal con Él será posible acceder a su identidad, al misterio del Ser que Él es. La revelación del Nombre personal es, pues, un acto de palabra que interpela al destinatario, pidiéndole que se sitúe frente al hablante. Solo así, de hecho, es posible captar su sentido. Esta revelación, además, se pone explícitamente como fundamento para la misión liberadora que Moisés debe realizar: «Yo soy me ha enviado a vosotros» (Éx 3,14). Presentándose como un Dios personal y no como un Dios ligado a un territorio, y como el Dios de la promesa y no solo como el señor de la inmutable repetición, Yahvé podrá sostener el camino del pueblo, su camino hacia la libertad. Tiene, pues, un Nombre que se da a conocer en cuanto suscita una alianza y mueve la historia.
Sin embargo, este Nombre será plenamente revelado solo a través de Jesús. La así llamada oración sacerdotal de Jesús, que leemos en Jn 17, identifica el corazón de la misión cristológica en la revelación del Nombre de Dios (v. 6,11, 12,26). En esta página, como afirma Ratzinger,
Cristo es la misma zarza ardiente en la que se revela a los hombres el nombre de Dios.56
En él Dios se vuelve plenamente invocado, ya que en él entró plenamente en convivencia con nosotros, habitando nuestra historia y conduciéndola en su éxodo definitivo. La paradoja aquí es que el Nombre divino revelado por Jesús coincide con el Misterio mismo de su persona. De hecho, Jesús puede atribuirse el nombre divino —«Yo soy»— revelado a Moisés en la zarza. El Nombre divino se revela así en su inimaginable profundidad trinitaria, de la que solo el acontecimiento pascual manifestará plenamente el Misterio. Por su obediencia hasta la muerte en la cruz, Jesús es de hecho exaltado en la gloria y recibe un Nombre que está por encima de todo otro nombre, para que toda rodilla se doble ante Él, en el cielo, en la tierra y bajo de la tierra. Solo en el Nombre de Jesús, por tanto, hay salvación, porque en su historia Dios ha realizado plenamente la revelación de su propio misterio trinitario.
«Decidme vuestro nombre»: esta pregunta de Juan no puede recibir respuesta simplemente a través de una fórmula, un nombre entendido como etiqueta externa de la persona. Para conocer el Nombre de Aquel que habla en el sueño no basta con recibir información, sino que es necesario tomar posición frente a su acto de palabra. Es decir, es necesario entrar en esa relación de intimidad y entrega, que los evangelios describen como «permanecer» con Él. Por eso, cuando los primeros discípulos interrogan a Jesús sobre su identidad —«Maestro, ¿dónde vives?» o literalmente «¿dónde moras?»—, responde: «Venid y veréis» (Jn 1,38ss.). Solo «permaneciendo» con él, habitando en su misterio, entrando en su relación con el Padre, se puede saber realmente quién es él.
El hecho de que el personaje del sueño no responda a Juan con un apelativo, como lo haríamos presentando lo que está escrito en nuestra tarjeta de identidad, indica que su Nombre no puede ser conocido como pura designación externa, sino que muestra su verdad solo cuando sella una experiencia de alianza y de misión. Juan conocerá, pues, ese Nombre propio pasando por la dialéctica de lo posible y de lo imposible, de la claridad y de la oscuridad; lo conocerá cumpliendo la misión oratoriana que le ha sido encomendada. Lo conocerá, pues, llevándolo dentro de sí, gracias a un acontecimiento vivido como historia habitada por Él. Un día Cagliero testimoniará de Don Bosco que su manera de amar era «muy tierna, grande, fuerte, pero enteramente espiritual, pura, verdaderamente casto», tanto que «daba una idea perfecta del amor que el Salvador tenía por los niños».57 Esto indica que el Nombre del venerable hombre, cuyo rostro era tan luminoso que cegaba la visión del soñador, entró realmente como un sello en la vida de Don Bosco. Tuvo la experientia cordis a través del camino de la fe y del seguimiento. Esta es la única forma en que la pregunta del sueño podría encontrar una respuesta.
En la incertidumbre sobre Aquel que lo envía, el único punto fijo que Juan puede captar en el sueño es la referencia a una madre, o más bien a dos: la del venerable y la suya. Las respuestas a sus preguntas, en efecto, suenan así:
«Yo soy el hijo de aquella a quien tu madre te enseñó a saludar tres veces al día» y, luego, «el nombre pregúntaselo a mi Madre».
Que el espacio de clarificación posible sea mariano y materno es sin duda un elemento sobre el que vale la pena reflexionar. María es el lugar donde la humanidad realiza la más alta correspondencia con la luz que viene de Dios y el espacio creatural donde Dios entregó su Verbo hecho carne al mundo. También es indicativo que al despertar del sueño, quien mejor comprende su significado y alcance es la madre de Juan, Margarita. En diferentes niveles, pero según una verdadera analogía, la Madre del Señor y la madre de Juan representan el rostro femenino de la Iglesia, que se muestra capaz de intuición espiritual y constituye el seno en el que se gestan y dan a luz las grandes misiones. Por tanto, no es de extrañar que las dos madres estén juntas en el punto en que se trata de ir al fondo de la cuestión que el sueño presenta, es decir, el conocimiento de Aquel que confía a Juan la misión de una vida. Como ya para el patio cercano a la casa, así también para la madre, en la intuición onírica se abren los espacios de la experiencia más familiar y cotidiana y muestran una profundidad insondable en sus pliegues. Los gestos comunes de oración, el saludo angélico que era habitual tres veces al día en cada familia, aparecen de pronto como lo que son: diálogo con el Misterio. Así, Juan descubre que en la escuela de su madre ya ha establecido un vínculo con la mujer majestuosa, que puede explicarle todo. Por tanto, ya existe una especie de canal femenino que permite superar la aparente distancia que existe entre «un niño pobre e ignorante» y el hombre «noblemente vestido». Esta mediación femenina, mariana y materna acompañará a Juan durante toda su vida y le hará desarrollar una particular disposición a venerar a la Virgen con el título de Auxiliadora, convirtiéndose en su apóstol para sus muchachos y para toda la Iglesia.
La primera ayuda que le ofrece la Virgen es la que un niño necesita naturalmente: la de una maestra. Lo que debe enseñarle es una disciplina que lo haga verdaderamente sabio, sin la cual «toda sabiduría se convierte en necedad».
Se trata de la disciplina de la fe, que consiste en dar crédito a Dios y en obedecer incluso ante lo imposible y lo oscuro. María lo transmite como máxima expresión de libertad y como fuente riquísima de fecundidad espiritual y educativa. Llevar en sí los imposibles de Dios y caminar en las tinieblas de la fe es, en efecto, el arte en el que la Virgen sobresale por encima de toda criatura.
Hizo de ello un arduo aprendizaje en su peregrinatio fidei, a menudo marcada por la oscuridad y la incomprensión. Basta pensar en el episodio del descubrimiento de Jesús de doce años en el Templo (Lc 2,41-50). A la pregunta de la madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Jesús le responde de manera sorprendente: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre?». Y el evangelista anota: «Pero no comprendieron lo que les dijo». Menos aún entendió María cuando su maternidad, solemnemente anunciada desde lo alto, le fue, por así decirlo, expropiada para que se convirtiera en herencia común de la comunidad de los discípulos: «El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). Luego, al pie de la cruz, cuando las tinieblas caían sobre toda la tierra, el «He aquí» que, en el momento de la llamada, tomó los contornos de la renuncia extrema, la separación del Hijo en cuyo lugar debía recibir hijos pecadores por los cuales dejarse traspasar el corazón por la espada.
Así que cuando la majestuosa mujer del sueño comienza a cumplir su tarea de maestra y poniendo su mano sobre la cabeza de Juan le dice: «A su tiempo lo comprenderás todo», ella saca estas palabras del fondo espiritual de la fe que al pie de la cruz la hizo madre de cada discípulo. Juan tendrá que permanecer bajo su disciplina por el resto de su vida: como joven, como seminarista, como sacerdote. De manera particular deberá permanecer allí cuando su misión tome contornos que no pudo haber imaginado en el momento del sueño; es decir, cuando deberá convertirse, en el corazón de la Iglesia, en el fundador de familias religiosas destinadas a los jóvenes de todos los continentes. Entonces Juan, ahora convertido en Don Bosco, comprenderá también el significado más profundo del gesto con el que el venerable hombre le dio a su madre como «maestra».
Cuando un joven entra en una familia religiosa, es acogido por un maestro de noviciado, a quien se le confía que le introduzca en el espíritu de la Orden y le ayude a asimilarlo. Cuando se trata de un fundador, que debe recibir del Espíritu Santo la luz original del carisma, el Señor dispone que sea su propia Madre, Virgen de Pentecostés y modelo inmaculada de la Iglesia, quien actúe como su Maestra. Ella sola, la «llena de gracia», en efecto, comprende todos los carismas desde dentro, como quien conoce todas las lenguas y las habla como si fueran las suya propia.
En efecto, la mujer del sueño sabe señalarle las riquezas del carisma oratoriano de manera precisa y adecuada. No añade nada a las palabras del Hijo, pero las ilustra con la escena de las fieras convertidas en mansos corderos y con una indicación de las cualidades que Juan deberá desarrollar para llevar a cabo su misión: «humilde, fuerte, robusto». En estos tres adjetivos, que designan el vigor del espíritu (la humildad), del carácter (la fuerza) y del cuerpo (la robustez), hay una gran concreción. Estos son los consejos que se le darían a un joven novicio que tiene una larga experiencia de oratorio y sabe lo que exige el «campo» en el que hay que «trabajar». La tradición espiritual salesiana ha guardado con esmero las palabras de este sueño que se refieren a María. Las Constituciones Salesianas lo aluden claramente cuando afirman: «La Virgen María indicó a Don Bosco su campo de acción entre los jóvenes» 58 o recuerdan que «guiado por María, que fue su maestra, Don Bosco vivió, en el trato con los jóvenes del primer Oratorio, una experiencia espiritual y educativa que llamó «Sistema Preventivo».59
Don Bosco reconoció en María un papel decisivo en su sistema educativo, viendo en su maternidad la máxima inspiración de lo que significa «prevenir».
El hecho de que María interviniera desde el primer momento de su vocación carismática, que tuviera un papel tan central en este sueño, hará que Don Bosco comprenda para siempre que ella pertenece a las raíces del carisma y que si no se reconoce este papel inspirador, el carisma no se comprende en su genuinidad. Dada como Maestra a Juan en este sueño, debe serlo también para todos los que comparten su vocación y misión. Como no se cansaron de afirmar los sucesores de Don Bosco, la «vocación salesiana es inexplicable, tanto en su nacimiento como en su desarrollo y siempre sin el concurso materno e ininterrumpido de María».60
«No con golpes sino con la mansedumbre y con la caridad deberás ganarte a estos tus amigo»: estas palabras son, sin duda, la expresión más conocida del «Sueño de los nueve años», la que de alguna manera resume el mensaje y transmite su inspiración. Son también las primeras palabras que el hombre venerando le dice a Juan, interrumpiendo su violento esfuerzo por poner fin al desorden y a las blasfemias de sus compañeros. No se trata solo de una fórmula que transmite una sentencia sapiencial siempre válida, sino de una expresión que especifica las modalidades ejecutivas de una orden («me mandó ponerme a la cabeza de los muchachos añadiendo estas palabras») con la que, como se dice, se reorienta el movimiento intencional de la conciencia del soñador. El ardor de los golpes debe convertirse en el ímpetu de la caridad, la energía descompuesta de una intervención represiva debe dejar lugar a la mansedumbre.
El término «mansedumbre» viene aquí a tener un peso significativo, que es aún más llamativo si pensamos que el adjetivo correspondiente se utilizará al final del sueño para describir a los corderos que hacen fiesta en torno al Señor y a María. La aproximación sugiere una observación que no parece carente de pertinencia: para que puedan llegar a ser «mansos» corderos los que eran animales feroces, es necesario que se vuelva manso ante todo su educador. Ambos, aunque a partir de puntos diferentes, deben realizar una metamorfosis para entrar en la órbita cristológica de la mansedumbre y de la caridad. Para un grupo de jóvenes alborotados y pendencieros es fácil entender lo que exige este cambio. Para un educador es quizá menos obvio. En efecto, ya se sitúa en el lado del bien, de los valores positivos, del orden y de la disciplina: ¿qué cambio se le puede pedir?
He aquí un tema que tendrá un desarrollo decisivo en la vida de Don Bosco, sobre todo a nivel de estilo de acción y, en cierta medida, también a nivel de reflexión teórica. Esta es la orientación que lleva a Don Bosco a excluir categóricamente un sistema educativo basado en la represión y en los castigos, a elegir con convicción un método enteramente basado en la caridad y que Don Bosco llamará «Sistema Preventivo». Más allá de las diversas implicaciones pedagógicas que se derivan de esta elección, para lo cual nos remitimos a la rica bibliografía específica, interesa aquí destacar la dimensión teológico-espiritual que subyace a esta dirección, de la que las palabras del sueño constituyen de algún modo la intuición y el detonador.
Poniéndose del lado del bien y de la «ley», el educador puede verse tentado a organizar su acción con los muchachos según una lógica que tiende a hacer reinar el orden y la disciplina esencialmente a través de reglas y normas. Pero incluso la ley lleva en sí misma una ambigüedad que la hace insuficiente para orientar la libertad, no solo por los límites que toda regla humana lleva en sí misma, sino por un límite que en última instancia es de orden teológico. Toda la reflexión paulina es una gran meditación sobre este tema, ya que Pablo había percibido en su experiencia personal que la ley no le impedía ser «un blasfemo, un perseguidor y un insolente» (1 Tm 1,13). La misma Ley dada por Dios, enseña la Escritura, no basta para salvar al hombre si no hay otro Principio personal que la integre e interiorice en el corazón del hombre. Paul Beauchamp resume felizmente esta dinámica cuando afirma: «La Ley es precedida por un eres amado y seguida por un amarás. Eres amado: fundamento de la ley, y amarás: su superación».61 Sin este fundamento y esta superación, la ley lleva en sí los signos de una violencia que revela su insuficiencia para generar ese bien que también ella, incluso, manda cumplir. Volviendo a la escena onírica, los puñetazos y los golpes que da Juan en nombre de un sacrosanto mandamiento de Dios, que prohíbe la blasfemia, revelan la insuficiencia y la ambigüedad de todo impulso moralizador que no sea interiormente reformado desde lo alto.
Por tanto, es necesaria también para Juan, y para quienes aprenderán de él la espiritualidad preventiva, la conversión a una lógica educativa inédita, que va más allá del régimen de la ley. Esta lógica solo es posible gracias al Espíritu del Resucitado, derramado en nuestros corazones. Solo el Espíritu, en efecto, permite pasar de una justicia formal y exterior (ya sea la clásica de la «disciplina» y de la «buena conducta» o la moderna de los «procesos» y de los «objetivos alcanzados») a una verdadera santidad interior, que hace el bien porque se siente interiormente atraída y conquistada por él. Don Bosco demostrará que tiene esta conciencia cuando en su escrito sobre el Sistema Preventivo declare con franqueza que todo se basa en las palabras de san Pablo: «Charitas benigna est, patiens est; omnia sufrit, omnia sperat, omnia sustinet».
Solo la caridad teologal, que nos hace partícipes de la vida de Dios, es capaz de imprimir a la obra educativa el rasgo que realiza su singular cualidad evangélica. No en balde el Nuevo Testamento identifica en la dulzura y en la mansedumbre los rasgos distintivos de la «sabiduría que viene de lo alto»: «es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera» (Sant 3,17). Por eso, para quien trabaja por la paz «el fruto de la justicia se siembra en la paz» (Sant 3,18). La «mansedumbre», o en lenguaje salesiano la «amorevolezza», que caracteriza esta sabiduría, es el signo calificativo de un corazón que ha experimentado una verdadera transformación pascual, dejándose despojar de toda forma de violencia.
«No con golpes»: la fuerza de este imperativo inicial, que tal vez hemos escuchado demasiado para captar su carácter de mandato, se destaca como un eco de las palabras más fuertes del Evangelio: «Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia» (Mt 5,39) o «envaina la espada« (Mt 26,52; cf. Jn 18,11). Se refiere a uno de los rasgos que califican la inaudita novedad del acontecimiento cristiano, aquella por la cual el carácter absoluto de su pretensión veraz se expresa únicamente en la forma del ágape, es decir, del don de sí mismo por la vida del otro. A partir de las primeras palabras del sueño, nos encontramos así en el corazón mismo de la revelación cristiana, donde la pregunta es el auténtico Rostro de Dios y la conversión que conlleva. El «estilo» de la educación cristiana, su capacidad de generar prácticas y actitudes verdaderamente enraizadas en el acontecimiento cristológico, juega precisamente en la correspondencia con ese Rostro.
La gramática religiosa por sí sola, no es capaz de honrarlo. La historia de Jesús muestra claramente que incluso dentro de esa gramática, con sus códigos y sus ritos, sus reglas y sus instituciones, puede arraigarse algo que no proviene de Dios y que, por el contrario, le hace resistencia y se le opone. El acontecimiento cristológico hace estallar estas contradicciones internas en la práctica de lo sagrado así como los hijos de Adán lo transmiten a sus hijos, adaptándolo a sus normas de justicia y castigo; dispuestos, en nombre de la Ley, a apedrear a la adúltera y a crucificar al Santo de Dios.
Frente a esta forma distorsionada de entender la religión, Jesús vino a inaugurar otro Reino, del que él es el Señor y cuya lógica revela emblemáticamente su entrada mesiánica en Jerusalén. Entrando en la Ciudad Santa a lomos de un burro, Jesús se presenta como el reymesías que no conquista a los hombres con armas y ejércitos, sino solo con la fuerza mansa de la verdad y del amor. El don de su vida, que hará en la ciudad de David, es el único camino por el cual el Reino de Dios puede venir al mundo. Su mansedumbre de Cordero pascual es la única fuerza con la que el Padre quiere conquistar nuestros corazones, mostrando la fiabilidad del vínculo y la justicia de la correspondencia.
«No con golpes sino con la mansedumbre deberás ganarte a estos amigos tuyos». Leer estas palabras en el contexto de la revelación evangélica significa reconocer que a través de ellas se entrega a Juan un movimiento interior que, en su autenticidad incontaminada, solo puede brotar del Corazón de Cristo.62 «No con golpes sino con la mansedumbre» es la traducción educativa del estilo «personalísimo» de Jesús.
Por supuesto, «ganar» jóvenes de esta manera es una tarea muy exigente. Implica no ceder a la frialdad de una educación basada solo en reglas, ni al buenismo de una propuesta que renuncia a denunciar la «fealdad del pecado» y presentar la «belleza de la virtud». Conquistar al bien mostrando simplemente la fuerza de la verdad y del amor, testimoniada con la entrega «hasta el último suspiro», es la figura de un método educativo que es al mismo tiempo una verdadera y propia espiritualidad.
No es de extrañar que Juan en el sueño se resista a entrar en este movimiento y pida entender quién es Aquel que lo imprime. Sin embargo, cuando lo haya comprendido, haciendo de ese mensaje primero una institución oratoriana y luego también una familia religiosa, pensará que contar el sueño en el que aprendió esa lección será la forma más hermosa de compartir el sentido más auténtico de su experiencia con sus hijos. Es Dios quien ha guiado todo, es Él mismo quien ha impreso el movimiento inicial de lo que se convertiría en el carisma salesiano.
42 MO [Memorias del Oratorio de San Francisco de Sales de 1815 a 1855, en InstItuto HistórIco salesiano, Fuentes Salesianas. Don Bosco y su obra, Editorial CCS, 2015], 1061.
43 MO 1091. El texto completo dice: «Entre tanto, se acercaba el fin del curso de retórica, momento en que los estudiantes suelen decidir su vocación. El sueño de Morialdo permanecía siempre fijo en mi mente; más aún, se me había repetido otras veces de manera mucho más clara; por lo mismo, y si quería prestarle fe, debía elegir el estado eclesiástico al que me sentía inclinado; mas no queriendo hacer caso de los sueños, mi forma de vivir, ciertos hábitos de mi corazón y la falta absoluta de las virtudes necesarias en dicho estado, convertían en dudosa y harto difícil la resolución».
44 MO 1109.
45 MO 1063. La primera visita de Don Bosco a Roma tuvo lugar entre el 21 de febrero y el 14 de abril de 1858. Se reunió con el Papa varias veces, el 9, el 21 (o 23) de marzo y el 6 de abril. Según Lemoyne, fue en el segundo encuentro (21 de marzo) cuando el Papa escuchó el relato del sueño y ordenó a Don Bosco que lo escribiera. Cf. P. BraIdo, Don Bosco, sacerdote de los jóvenes nel secolo delle libertà, LAS, Roma 2003, I, 378-390.
46 Stella afirma que de este acontecimiento poseemos «sólidos testimonios» (P. stella, Don Bosco nella storia della religiosità cattolica. I. Vita e opere, LAS, Roma 1979, 32).
47 C. M. Viglietti, Cronaca di don Bosco. Prima redazione (1885-1888). Introducción, texto crítico y notas por Pablo Marín Sánchez, LAS, Roma 2009, 207.
48 MB XVIII, 341 [MBe XVIII, 298].
49 P. stella, Don Bosco nella storia della religiosità cattolica. I. Vita e opere, LAS, Roma 1979, 30.
50 Ibidem, 31s.
51 J. L. marIon, Nulla è impossibile a Dio, «Communio» n. 107 (1989) 57-73, 62.
52 Ibidem, 72.
53 A. lacocque, La révélation des révélations: Exode 3,14, en P. rIcoeur – a. lacocque, Penser la Bible, Seuil, Paris 1998, 305.
54 En referencia a Éx 3,15, donde el Nombre divino está unido al singular humano «tú dirás», A. LaCocque afirma: «La mayor de las paradojas es que el único que tiene el derecho de decir “yo”, que es el único ’ehjeh, tiene un nombre que incluye una segunda persona, un “tú”» (A. lacocque, La révélation des révélations: Exode 3,14, 315).
55 A. Bertuletti, Dio, il mistero dell’unico, 354.
56 J. Ratzinger, Introduzione al cristianesimo. Lezioni sul simbolo apostolico, Queriniana, Brescia 1971, 93.
57 Copia Publica Transumpti Processus Ordinaria, 1146r.
58 Const art. 8.
59 Const art. 20.
60 E. Viganò, Maria renueva la Familia Salesiana de Don Bosco, ACS 289 (1978) 3-36, 27. Para una recepción crítica de la devoción mariana en la historia de las Constituciones de los Salesianos, cf. a. Van luyn, Maria nel carisma della «Società di San Francesco di Sales», en AA.VV., La Madonna nella «Regola» della Famiglia Salesiana, Roma, LAS, 1987, 15-87.
61 P. BeaucHamP, La legge di Dio, Piemme, Casale Monferrato 2000, 116.
62 Por eso el artículo 11 de las Constituciones afirma que «el espíritu salesiano encuentra su modelo y su fuente en el corazón mismo de Cristo, apóstol del Padre», precisando que se revela en la actitud del «Buen Pastor que conquista con la mansedumbre y el don de sí».