Es difícil sobrevalorar la importancia de la presencia y de la acción de María en la vida de Don Bosco y en el desarrollo del carisma salesiano. «Ella lo hizo todo», diría de hecho el Santo al final de su vida, recorriendo con memoria agradecida los signos y los acontecimientos que le habían llevado a ser padre de una multitud de jóvenes y educadores. Los estudiosos del carisma confirman, fuentes en mano, la impronta mariana que impregna toda la obra salesiana tanto en sus aspectos espirituales como en sus repercusiones pastorales.
La historia del sueño de los nueve años representa, en forma dramática, la realidad y el significado de esta presencia. Dos palabras en particular son utilizadas por Don Bosco para describir el papel de María en su vida: «Madre» y «Maestra». Dos títulos que explicitan la forma típicamente salesiana de esa mediación materna de María, que concierne a todo creyente como hijo, hija de Dios.
La tradición de la Iglesia, de hecho, reconoció muy pronto en la escena joánica del discípulo amado y la madre al pie de la cruz una escena simbólica, que no se refiere sólo a la figura histórica del discípulo amado de Jesús.
El amado, en efecto, representa a todo discípulo que encuentra en sí mismo el valor de seguir a Cristo hasta la cruz, de ser renovado por su sacrificio. El evangelio de Juan, de hecho, anticipa Pentecostés en el Calvario: cuando Jesús exhala, da el Espíritu, lo derrama sobre los que están a sus pies, la primera célula de la Iglesia: la Madre, el discípulo y las otras mujeres. El golpe de la lanza del soldado que le abre el costado, haciendo brotar sangre y agua, prefigura los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía, que permiten al creyente entrar en el corazón de Dios y ser regenerado por Él como hijo e hija. En este marco, la entrega mutua entre Madre y discípulo adquiere un valor especial. María, en efecto, representa a la Iglesia que acoge y conduce a Jesús. A cada bautizado se le da como Madre, para ayudar en el camino de fe que, al igual que para el Maestro, también para el discípulo atraviesa páginas felices y tristes, sostenido por la certeza del amor del Padre, que se refleja también en el cuidado y la ternura materna de María.
En el sueño de los nueve años, la figura de María aparece precisamente en el momento en que la situación parece vo «Hacer fácil lo difícil», enseñaría más tarde Don Bosco a sus jóvenes, es una de las tareas de María.Pero volvamos a la historia del sueño: el pequeño Juan, molesto por el mal comportamiento de sus compañeros, se lanza en medio de ellos, intentando detenerlos a patadas y puñetazos. Un misterioso hombre vestido de luz interviene para detenerlo. Don Bosco nunca le llama por su nombre, quizá por pudor, quizá para aumentar el suspense, dando rienda suelta a su natural instinto narrativo. El oyente, sin embargo, no puede dejar de comprender que se trata de Cristo resucitado. El Señor invita al niño a acercarse a sus condiscípulos con amor, no con violencia. La petición le parece imposible al niño. Precisamente ante sus protestas, el hombre «viernes» introduce la referencia a un Maestro igualmente misterioso del que el niño puede aprender lo imposible.
Nos detendremos en el título Maestro con más detalle en la próxima meditación. Por ahora, me gustaría centrarme en la dinámica relacional que surge del sueño como característica de la relación entre Juan y María. Como en la escena bíblica de la cruz, en el sueño es Jesús quien confía la Madre al discípulo y el discípulo a la Madre. María, además, no entra en escena por iniciativa propia:lverse muy difícil para el pequeño Juan. es el Hijo quien la invita y le encomienda una tarea, la de cuidar de Juan, acción que sólo tendrá éxito si encuentra la colaboración del niño. En efecto, también a él se le confía una tarea, la de reconocer la autoridad de la Madre y Maestra, de confiar en Ella y ser dócil a sus enseñanzas.
En el transcurso del sueño, es evidente que esta tarea aún no se ha cumplido. De hecho, el niño no parece reconocer ni al hombre ni a la Señora. El no reconocimiento impide, de momento, la confianza confiada y el niño se ve atenazado por la angustia ante la perspectiva de una misión que le supera totalmente. La cercanía de la Madre, su tono tranquilizador, la ternura con la que le toma de la mano, primero, y le pone la mano en la cabeza, después, no consiguen calmar su corazón, ni evitar que rompa a llorar.
El único punto fijo, en la complicada situación que presenta el sueño, parece ser para el niño la referencia a la madre de la tierra, Margarita. El Señor se refiere primero a ella, en un intento de ayudar a Juan a descifrar lo que está sucediendo: «Yo soy el Hijo de Ella, a quien tu madre te enseñó a saludar tres veces al día». Se remite al niño a una costumbre de la vida cotidiana, el rezo del Ángelus, como si dijera: » «¡Ya sabes quién soy, como ya conoces a mi Madre, que estoy a punto de darte como tu Maestra! Margarita ya te ha hablado de nosotros, ¡ya te ha introducido en esta relación de fe y confianza!». Juan, sin embargo, parece no captar la referencia. Se pone a la defensiva y responde a la evocación de una enseñanza materna con la afirmación de otra enseñanza: «Mi madre me dice que no me junte con quien no conozco, sin su permiso; así que dime tu nombre». El Don Juan Bosco adulto, aquí, nos ofrece la oportunidad de conocer al niño asustado que fue. Su respuesta en el sueño es extremadamente realista y coherente con lo que sabemos de su arduo y lento camino de discernimiento vocacional. El sueño, en otras palabras, es ciertamente un don de luz, que ilumina el camino, pero, como cualquier don de Dios, no exime de la fatiga del discernimiento. El pequeño Juan no es un superhéroe, no es un adulto en miniatura. Es un niño de verdad, animado por un gran deseo de hacer el bien a sus compañeros, pero al mismo tiempo necesitado de los cuidados y de la protección de su madre, la de la carne, antes que la del Cielo.
El testimonio de Don Bosco y los estudios históricos confirman que Margarita fue verdaderamente la mediación terrena del amor celestial de María, tanto en su camino de fe como en el desarrollo de su sistema educativo y de la obra del Oratoria. La presencia y la acción de estas dos mujeres marcaron indeleblemente el desarrollo afectivo de Juan, su manera de tratar con la gente y también su visión tan positiva de la mujer y de su papel en la vida de la Iglesia y de la sociedad.
La presencia maternal de María en los sueños de Don Bosco se repite a lo largo de toda su vida. Cuando uno trata de leer estos testimonios en orden cronológico, puede ver fácilmente cómo la actitud de Juan hacia la Madre del Señor fue madurando con el tiempo. Se tomó en serio la tarea que le había confiado el Señor, a saber, cultivar una relación de reciprocidad con María, confiarse progresivamente a ella, dejarse inspirar y guiar por ella, confiar en su ayuda y protección. Y esta experiencia es la que transmitió a sus hijos a través del testimonio de sus palabras y de su capacidad para utilizar sabiamente los signos -las medallas; el rosario; las imágenes de María- para educar a los niños del Oratorio a reconocer la presencia invisible de María en su vida cotidiana.
María pudo «hacerlo todo» en el desarrollo de la obra salesiana porque Juan le permitió ser para él Madre y Maestra. El impresionante florecimiento del carisma es una prueba concreta de que ambos han tomado en serio las palabras pronunciadas por el Señor Jesús en el sueño. En nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras obras educativas y pastorales: cuando nos sintamos cansados, desmotivados, cuando sintamos que el carisma es débil y se desvanece, cuestionemos el espacio que le damos a María y la calidad de nuestra relación con ella. «Es Ella quien lo ha hecho todo» y su tarea es «hacer fáciles las cosas difíciles», ¡por eso es a Ella a quien podemos dirigirnos cada vez que sintamos la necesidad de volver a empezar!
Linda Pocher FMA