1. El nombre en el sueño de los nueve años
Oír una Palabra que viene de fuera. Al principio del sueño hay una teofanía: aparece un hombre venerable, en edad viril, noblemente vestido con un manto blanco, con un rostro luminoso que no podía mirarle. La voz que llama a Giovannino (me llamó por mi nombre) viene de fuera y viene con una orden (me ordenó), todo lo contrario de entender la vida como un sueño a realizar (la autorrealización tal y como la entiende la cultura actual). Nadie se da un nombre sino que lo recibe, yo no me llamo. En el nombre está escrita la vocación y en ella está incluido el método (no con golpes sino con mansedumbre y caridad), la misión/fin (ganar a estos amigos tuyos), el contenido (instrucción sobre el pecado y la virtud).
Conocer la identidad de quien te habla. ¿Quién es usted? La pregunta sobre la identidad del personaje misterioso nos concierne a todos. «¿Quién decís que soy yo?», pregunta Jesús a sus discípulos. María se pregunta qué sentido tenía semejante saludo. Es imposible sustraerse a tal pregunta para dar una respuesta de sentido a la propia vida, no se pertenece al ADMA sin preguntar a Jesús y sin recibir de Él la respuesta: «el Hijo de María». En la experiencia de Don Bosco el conocimiento de Jesús viene a través de María, en la experiencia milenaria de la Iglesia el seno de María que engendró a Jesús sigue formándolo en la mente y en el corazón de los que creen en Él.
No tengas prisa. No es raro encontrarse con quienes lo quieren todo y ahora, tener un deseo y verlo ya cumplido. Sin embargo, éste no es el camino de la educación, la paideia de Dios. Basta leer la carta a los Hebreos para comprender que la acción de Dios pasa por la corrección, la educación, la paciencia, lleva mucho tiempo. La Virgen dice a Juan: «a su tiempo lo comprenderás todo». La comprensión del sueño para Don Bosco sucedió en Roma, en la casa del Sagrado Corazón, el 16 de mayo de 1887: «Aquella mañana Don Bosco quiso bajar a la iglesia para celebrar en el altar de María Auxiliadora. Durante el sacrificio divino se detuvo no menos de quince veces, presa de una fuerte emoción y derramando lágrimas. Don Viglietti, que le asistía, tenía que distraerle de vez en cuando para que pudiera continuar. […] ¿Quién no hubiera querido saber cuál era la causa de tanta emoción? Don Viglietti, al verle recobrar su calma habitual, se lo preguntó. Contestó: -Tenía ante mis ojos la escena en que soñé con la Congregación cuando tenía diez años. Podía ver y oír a mi madre y a mis hermanos que interrogaban el sueño…- La Virgen le había dicho entonces: – A su debido tiempo lo comprenderás todo. – Sesenta y dos años de duro trabajo, sacrificios y luchas habían transcurrido ya desde aquel día, cuando un repentino relámpago le reveló, en la erección de la Iglesia del Sagrado Corazón en Roma, la coronación de la misión que misteriosamente le había ensombrecido al comienzo de su vida. De los Becchi di Castelnuovo a la sede del Vicario de Jesucristo, ¡cuán largo y arduo había sido el camino! En ese momento sintió que su obra personal llegaba a su fin, bendijo a la Divina Providencia con lágrimas en los ojos, y levantó su mirada confiada hacia la estancia de paz eterna en el seno de Dios» (MB, XVIII, 340-341). A menudo los caminos de Dios parecen tan tortuosos, tan distintos de los que nosotros hubiéramos trazado, y sin embargo la paciencia que nace de la fe es el único camino para ver realizado el plan divino.
Hacer las paces con la propia historia familiar.
A la mañana siguiente, Giovannino comparte el sueño con su familia. Es divertido escuchar las reacciones de sus hermanos «que se reían», de su madre y de su abuela: «cuidador de cabras, ovejas u otros animales», «quién sabe si podría llegar a ser sacerdote», «jefe de bandoleros», «no hay que hacer caso de los sueños». Era entonces la opinión de su abuela, y en el manuscrito original se subraya, precisamente para reforzar la idea de que parecía algo tan imposible de conseguir, que era mejor concentrarse en el presente, vivir lo cotidiano, concretarse en la vida campesina que había que llevar con esfuerzo. Os invito a leer entre líneas las relaciones en el seno de la familia Bosco: se había producido la grave pérdida del padre y, sin embargo, no faltaba el diálogo, cada uno podía expresarse libremente y su identidad era respetada y valorada, las dificultades relacionales y las diferencias de opinión se afrontaban con realismo y se resolvían incluso con dolorosas opciones de alejamiento (cf. Cascina Moglia); la presencia equilibradora y sabia de la madre garantizaba un crecimiento de las relaciones, sereno aunque fatigoso ¡Qué importante es releer la propia historia familiar, hacer las paces con las heridas relacionales que hayamos podido sufrir de nuestros padres, hermanos, de otros parientes! De ello depende nuestro equilibrio personal y nuestra respuesta a lo que el Señor nos pide. La peor actitud sería huir de esta realidad o pretender que no hay dificultades: tal postura impediría el sano desarrollo de nuestra vocación y misión.
2. La herencia del nombre
Al hijo se le da un nombre. En el nombre está toda su singularidad y unicidad. María Zambrano escribe: «Nada es más decisivo en una vida que los orígenes. Por eso un padre representa mucho más que un hombre que nos engendra. Nos da un nombre. Mientras dura nuestra vida individual, está marcada por este nombre y gracias a él dejamos de ser uno para ser alguien bien definido. Nuestra individualidad, tan concreta, está ligada al nombre que recibimos de nuestro padre, para nosotros un sello, una marca distintiva. Tener un nombre es tener un origen claro, pertenecer a un linaje, tener un destino, sentirse llamado por voces inconfundibles, sentirse vinculado y obligado. Teniendo un nombre sentimos que en cada una de nuestras acciones ponemos en juego toda la herencia que nos ata, nos sentimos responsables de cosas que, si fueran nuestras, no nos apremiarían y, en cambio, nos apremian mucho más que las que nos afectan directamente. Es la carga, la llamada de los que se llamaron como nosotros, continuidad viva que forma la verdadera historia; somos herederos, somos siempre continuadores. Nada empezó con nosotros. El nombre nos da concretamente, sin consideraciones abstractas, la responsabilidad histórica que pertenece a todos, no sólo a los que ocupan una posición elevada y dirigente. Todos somos, de un modo u otro, responsables de la historia, custodios de la continuidad. Responsabilidad histórica y responsabilidad también ante algo más difícil de nombrar: la conciencia de nuestra limitación, de haber sido engendrados; humildad ante el origen» (M. Zambrano, Hacia un conocimiento del alma, 118).
3. La historia de Natanael (Jn 1,45-51)
El antecedente. Natanael, llamado también Bartolomé, es uno de los doce apóstoles de Jesús. Al principio del Evangelio de Juan, se cuenta la historia de su vocación, la forma en que el Señor le llamó. Es un personaje muy simpático y tiene que ver con el tema del nombre y la comprensión gradual del mismo en la propia vida. Un día Felipe le dice a su amigo Natanael que ha conocido a Jesús de Nazaret, Él es el Mesías del que habló Moisés en la ley y los Profetas, Natanael reacciona rápidamentee expresando su escepticismo: el Mesías no puede tener su morada en una aldea insignificante como Nazaret. Estamos ante el escándalo habitual que la persona de un Dios que se hace hombre como nosotros, suscita entre los que aún no han llegado a la fe. Estamos ante la lógica evangélica del signo humilde del que procede el mayor bien, que se oculta al hombre que se considera seguro en este mundo. Felipe no intenta aclarar ni resolver la duda de su compañero, sino que trata de invitarle a una experiencia personal con el Maestro, la misma que él había vivido anteriormente y que cambió su vida. Sólo la fe es capaz de superar los motivos de escándalo y de autosuficiencia humana. Y Jesús la suscita de hecho en todo hombre que escucha su palabra, como Natanael, que aceptó el misterio que Felipe le proponía con la sencilla invitación: Ven y verás (v. 46).
El encuentro. La disponibilidad de Natanael para encontrarse con Jesús, signo de su búsqueda sincera y de su deseo de llegar a la verdad, es reconocida por quien lee el corazón del hombre. Y Jesús, al verlo en camino, dispuesto y abierto, se anticipa y lo saluda como a un auténtico representante de Israel, un hombre en el que no hay doblez de vida y que confiesa su propia pobreza ante Dios. Jesús, en este futuro discípulo suyo, considera a uno del «resto», del verdadero pueblo de Dios, precisamente porque conoce a Jesús viéndole. El discípulo, asombrado por las palabras que Jesús le dirige, pregunta al Maestro cómo puede conocerle. La expresión: «¿Cómo me conoces?» revela el origen divino de la persona de Jesús, el conocimiento sobrenatural que tiene de los secretos de los hombres. Jesús conoce bien a Natanael porque conoce a cada hombre y sabe lo que hay en el fondo de cada uno. Precisamente Jesús da a Natanael una prueba más para revelarle el conocimiento de su persona: me vio mientras estaba debajo de la higuera. El hecho es una clara alusión al conocimiento que Natanael tenía de las tradiciones judías sobre el Mesías y al amor que sentía por las Escrituras, pues los rabinos solían leer y comentar la Torá bajo el árbol. También allí el discípulo estaba acompañado y sostenido por la mirada amorosa de Dios. Natanael se rinde ante la evidencia y reconoce en Jesús al Mesías y confiesa: «Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (v. 49).
La promesa. Con su testimonio de fe humana en el Mesías, Natanael se abre a una ulterior revelación de Jesús. Y el evangelista, al poner en boca de Jesús la promesa: «Verás cosas mayores que éstas» (v. 50), subraya que la fe inicial del discípulo se verá reforzada por ulteriores signos de la actividad ministerial de Jesús, que manifiestan la gloria del Hijo del hombre. La revelación que Cristo promete al discípulo encuentra ya una afirmación clara y solemne en el v. 51: «En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre». Separado del contexto singular del pasaje, el «veréis» contiene una gran profecía sobre la manifestación de la gloria de Jesús, que se extiende a lo largo de toda su vida hasta su regreso al Padre. El versículo es la cumbre hacia la que tiende toda la perícopa en un movimiento in crescendo hacia la persona de Jesús. Al principio, un pequeño grupo de personas busca a Jesús y, para comprender quién es, intenta establecer una comparación con el Bautista (1,19-34). Posteriormente, los discípulos reflexionan sobre Jesús y lo confiesan bajo diversos títulos: Cordero de Dios (v. 36), Rabí (v. 38), Mesías (v. 41), el que Moisés escribió en la ley y los profetas (v. 45), Hijo de Dios y Rey de Israel (v. 49). A los esfuerzos del hombre por comprender quién es Jesús, Jesús mismo da finalmente una respuesta que sirve para corregir y completar las diversas comprensiones. Los discípulos no se equivocaron en su presentación del Maestro, sino que lo situaron siempre en el contexto de las esperanzas mesiánicas de Israel. Jesús va más allá de esta esperanza, utiliza un lenguaje apocalíptico y habla de la revelación continua del Padre, de un movimiento de los ángeles que ascienden y descienden, recordando la escena de Jacob, en la que el patriarca soñó que veía una escalera apoyada en la tierra, mientras la parte superior llegaba al cielo; y sobre ella, he aquí, los ángeles de Dios que subían y bajaban (Gn 28,12). El subir y bajar es un recordatorio de la realidad humana y divina de Jesús. Aunque está entre los hombres, está en comunión con el Padre y cumple su función de revelador, porque es el «lugar» donde se refleja el mundo del Padre. Para el evangelista, todo verdadero israelita está ante la «casa de Dios» y la «puerta del cielo», prefigurada por la persona histórica de Jesús, donde se contempla el misterio del «Hijo del hombre». El hombre Jesús es el Hijo del hombre, es el Logos encarnado y el hombre glorificado por la resurrección, que revela al Padre con autoridad. Al final de este primer itinerario de fe de los discípulos, podemos ver cómo Juan pone en sus labios la terminología relativa a la profundización del misterio de la persona de Jesús, que, de hecho, tuvo lugar a lo largo de toda su aventura terrena con el Señor hasta después de su resurrección.
4. Por la concreción del camino
Lo que Juan Bosco experimentó en su sueño y comprendió al final de su vida, y lo que Jesús reveló a Natanael y leyó a la luz de su resurrección, nos muestran que el misterio del nombre y del sentido de una vida se comprende desde el final. Al igual que el sentido de una película no puede deducirse de la escena inicial, sino sólo de la escena final, del mismo modo desde el momento en que «somos tiempo» la dinámica de una vida se comprende gradualmente y en un proceso constante de crecimiento. Desde el punto de vista educativo, la virtud humana más mencionada en el Nuevo Testamento y consecuente con el ser tiempo es la paciencia o perseverancia (upomonè), particularmente adecuada para vivir más como sembradores que como recolectores, más como agricultores que como tenderos. El término (upo=bajo y minus=quedarse) indica literalmente la actitud de María de «quedarse bajo la cruz», de sumisión a la voluntad del Padre. Así, como en el sueño, María nos revelará el nombre de su Hijo en el entrelazamiento de su historia y la nuestra.